Cuando el sol se puso en la colina, los Habitantes despertaron y se levantaron lentamente, como cargando un peso adicional a su cuerpo, que representaba los males que los aquejaban.
Donald estaba sentado en una piedra cuando un Habitante se le acercó:
-Cómo estás, joputa.
-Mal, por supuesto. No puedo creer que no se den cuenta.
-Siempre ha sido así, hijo.
-Hmmm… Puede ser.
Hablar con Simple siempre le había ayudado, pero esta vez no.
-¿Sabes algo? Eres un imbécil. Todos ustedes lo son.
-Lo sé.
-Me voy, no lo soporto más.
-Lo sé.
-Por supuesto que lo sabes, acabo de decírtelo.
-Lo sé.
-Mierda – murmuró Donald, haciendo un ademán de resignación. Se alejó por la callejuela más cercana a Simple, que se había quedado jugando al “gato” con un portero. Cuando se encontró con el Profesor de Gimnasia, este le dijo:
-Señor Duck, no tiene permiso para irse.
-Lo sé.
-Genial. – El Profesor se curvó el bigote y se alejó tarareando una melodía horrenda y disonante.
Cuando Donald llegó al borde, el corazón se le oprimió, pero superó el miedo y siguió adelante, cruzando la línea de la pobreza. Los pensamientos que cruzaban su cabeza eran confusos, ya que se encontraba en un sopor poderoso y desconocido. Sentía que hacía lo que debía, no sabía por qué. Cuando se trata de escapar de sociedades bizarras e inexplicables, a veces nuestro corazón nos puede servir mejor que nuestro cerebro. Aunque sólo a veces.
Al otro lado de la línea había un enorme campo abierto y vacío, excepto por una banca. Como sería de esperarse, Donald se sentó y esperó. Al poco rato se divisó en el horizonte a un ancianato, que se acercó lentamente y se sentó junto a él. Se arregló el sombrero en ademán triste y dijo:
-Cómo estás, ñato.
-Los ancianatos no hablan – le respondió Donald.
-Eso te dice tu cabeza, pero ¿no ves cómo destrozo esa tesis sin más argumento que existir?
-Esto es extraño.
-Sin duda lo es, chiquillo. Somos personajes sin definición y sin rumbo, creados por un autor perturbado y enfermo. Ni él ni nosotros sabemos a dónde nos llevará todo esto, quizás a nuestra muerte.
-Definitivamente no quiero morir.
-Ninguno de nosotros, todos estamos a gusto con nuestra existencia.
-Nunca digas nunca.
El ancianato era extraño, sin duda, pero sabio. De pronto ya no estaba ahí y dejó a su paso el olor de seres humanos en descomposición. Donald sentía como si ese apesadumbrado personaje purgara sus penas, las que había adquirido con aquellos extraños seres. Entonces se levantó y andó, y también anduvo, sin rumbo, casi sin conciencia, por veinte días y veinte noches. De a poco comenzó a sentir que no estaba solo. Sospechaba que lo seguían sombras misteriosas, que observaban cada paso suyo “como si de un animal se tratara”, pensó. De pronto se detuvo, y pensó más. “Pero sí soy un animal”. Miró su cola escamosa y sus garras y el hocico largo y las piernas gordas y cortas y se sintió un cocodrilo y fue un cocodrilo. “Es difícil pensar siendo un animal”, pensó. ¿Pero cómo podía estar pensando si era un animal? La respuesta no se hizo esperar.
Donald despertó lentamente, primero, y después también. Se sentó, y miró a su alrededor. No era más que un Habitante más. Una lágrima resbaló lentamente por su mejilla.
El cocodrilo, el sueño, nunca sería olvidado.
FIN.
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